Siempre hay algo que define a una ciudad. Lo llamativo puede ser una plaza espectacular, un edificio importante, un monumento, un acontecimiento histórico, un puente, un río. El caso de Lisboa es un tanto especial. Al preguntarle a los que han ido si les ha gustado, todo el mundo suele estar de acuerdo en afirmar que es una ciudad curiosa, atractiva, una capital que es necesario conocer, pero poca gente coincide a la hora de concretar dónde radica su encanto.

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Lisboa es fado. Marcharse de Lisboa sin haber oído un fado puede ser considerado como una falta imperdonable. No sé si es exagerado o no decir, como dicen algunos, que el fado es la banda sonora de Lisboa o las lágrimas musicales de Portugal. Seguramente es muy poético pero resulta algo cursi. Lo que es indiscutible es que el fado es melancólico, intenso y hermoso, exactamente lo mismo que Lisboa. Originariamente el fado nace como un lamento musicado que aflora desde la nostalgia de aquellos a los que la vida ha desgarrado. Son letras cantadas que emergen desde un mundo profundo al son de la guitarra, con la angustia del dolor que acompaña al alejamiento forzado de la tierra y de los seres queridos. El fado es un vacío sonoro del alma con las mismas connotaciones que para los gallegos tienen la morriña o la saudade.
Lisboa es callejeo. Una vez dentro de la ciudad, metido uno en sus entrañas, Lisboa puede parecer todavía un tanto destartalada porque lo está, algo de precariedad sigue trasluciendo en algunas de sus esquinas. Muchos edificios, además de ser antiguos se han hecho viejos y se podría pensar que los tranvías amarillos tienen bien ganada la jubilación. Los evidentes indicios de modernidad rabiosa no contrarrestan sino potencian ese incorregible aire lánguido que caracteriza a la ciudad. Uno se queda un tanto perplejo al comprobar en muchos comercios de la Baixa que el reloj se ha detenido hace tiempo marcando la hora de alguna década anterior. Esa es la Lisboa que subyuga, la que engancha, esa en la que su innegable aire melancólico y desvencijado se ha teñido de rabiosa actualidad, esa en la que los rasgos de ciudad pretenciosa y señorial que siempre tuvo afloran bajo el traje actual de un urbanismo restaurado.
Lisboa es Pessoa. Por suerte, muchos descubrimos Pessoa gracias a Lisboa. "La mañana del campo existe; la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir; la otra hace pensar. Y yo he de sentir siempre, como los grandes malditos, que más vale pensar que vivir". Es la reflexión urbana de un oscuro contable que trabaja en la Rua dos Douradores, en pleno corazón de la Baixa. El hombre, llamado Bernardo Soares, un gris empleado aprisionado en la rutina lisboeta, en cuyo pecho bombea el corazón de un poeta, es una creación de ese enorme pensador que es Fernando Pessoa para el Livro do Desassossego. Gracias a Lisboa descubrí al hombre de carne y hueso que había inventado al hombre del libro. Descubrí que habían tenido una vida muy parecida, descubrí que él también había sido un poeta encerrado en la piel de un oficinista de la Baixa lisboeta y desde entonces descubrí que me gustaba su compañía.
Es cierto que a Lisboa se pueden hacer muchas visitas y en función de ellas las sensaciones, y por tanto los recuerdos, son diferentes. Cada cual hace un viaje distinto a Lisboa y ese es el que recuerda y de ese es del que habla, porque ese es el que le pertenece. Cada uno es dueño del suyo. Ya lo dijo también el genial Pessoa: "La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos".
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