sábado, 16 de enero de 2016

El impreciso encanto de Lisboa


No es fácil precisar dónde radica el encanto de Lisboa, esa ciudad indescriptible con un aire particular que tiene en el fondo de sus esencias algo melancólico y decadente que atrae inevitablemente. Ni la catedral es deslumbrante, ni el impactante estilo manuelino de los Jerónimos o la Torre de Belém resulta totalmente embaucador, ni las evidentes reminiscencias de Eiffel que emanan del elevador de Santa Justa son motivo suficiente para justificar por sí una visita a la ciudad, ni tan siquiera la Plaza del Comercio, tan majestuosa, tiene un atractivo apabullante como para hacerla irresistible. Sin embargo hay que reconocer que la ciudad tiene algo mágico, aunque haya que hurgar en sus entrañas para encontrarlo. 





El primer paso para lograrlo tiene que venir de nuestros propios pasos. En Lisboa hay que caminar, lanzarse a patear con ganas sus calles empinadas. No cabe duda alguna de que gran parte del atractivo oculto de la ciudad lo vamos a encontrar escondido en los rincones, buscando en las recoletas plazuelas minuciosamente adoquinadas o mirando entre los balcones oxidados. También puede estar atrapado en los viejos anaqueles de tiendas curiosas que no han perdido su autenticidad ni se han olvidado de sus orígenes con el cambio de generación, que siguen manteniendo férreamente todo su carácter tradicional ahora inmerso en un baño reluciente de modernidad, o en los locales jóvenes, atrevidos y alternativos, en los que puedes tomarte una mezcla de cerveza, tequila y limón mientras te rasuran la barba, o en los múltiples azules de los azulejos que habitan en las fachadas desconchadas, o en esa cultura independiente y rabiosa que se percibe tan alejada de las corrientes predominantes. Por ahí puede empezar a aflorar el embrujo incontestable de Lisboa.




Otra aportación importante a esa huella atractiva que deja Lisboa en el recuerdo de los que la visitan puede venir a través de los amarelos, esos llamativos tranvías trasnochados que lucen con orgullo su estampa clásica, serpenteando ruidosa e incansablemente desde hace más de cien años por el sinuoso trazado lisboeta. No cabe duda de que esas antiguallas sobre raíles le dan un toque peculiar a la capital, una nota única de nostalgia urbana, de contrastada belleza añeja que tan bien le queda a las calles de la ciudad. Por momentos las calles se encogen al paso del tranvía por el Barrio Alto y el vagón amarillo se arrima atrevido a las paredes de las casas con insinuantes intenciones de roce descarado. Es una auténtica delicia disfrutar sin prisa de la presencia dos carros elétricos culebreando por el Chiado o por la Alfama. 




miércoles, 6 de enero de 2016

Tienta Lisboa

Desde el primer momento Lisboa invita a aparcar el reloj y a perderse por sus tiempos. Estimula amablemente al personal para que se lance a callejear por calles adoquinadas que cuentan emocionantes historias fantásticas. En Lisboa lo que tienta es empaparse hasta el borde de nostalgia, es rastrear a fondo fados intensos escondidos entre cuestas imposibles. Lisboa incita a perder el norte en cualquier punto, a caminar sin prisas y sin rumbo por los infinitos recovecos admirables de la ciudad. Embruja el aroma almacenado en los balcones, invita a extasiarse hasta rendirse. Lisboa tiene en el aire algo melancólico que atrae sin remedio y para siempre. Azulejos desconchados, alguna ventana rota, una tienda antigua, el tranvía amarillo, los anuncios. Todos los rincones merecen un suspiro, todos los instantes una foto. Lisboa tiene en sus entrañas algo decadente con rabioso sabor actual, algo que embruja. Y un alma grande de romántica eterna que fascina. 

Una plaza emblemática

En todas las ciudades hay plazas singulares. En Lisboa la Praça do Comércio es una auténtica enseña. A lo largo de la historia ha sido el eje de los grandes acontecimientos de la vida portuguesa. Las miradas de atención comenzaron a fijarse en ella cuando a partir de 1511 el rey Manuel I decidió que la residencia real iba a estar en el palacio de la Praça do Comércio y no en el castillo de San Jorge.

La plaza actual es el lugar en el que estuvo ubicado el antiguo palacio real, destruido por el terremoto que arrasó Lisboa en 1755. De hecho, muchos portugueses siguen refiriéndose a ella como Terreiro do Paço (el solar del palacio). La reconstrucción fue objeto de trato preferente por parte del Marqués de Pombal, auténtico responsable del actual aspecto urbanístico de la ciudad, que la quiso diseñar de forma rectangular con uno de los lados abiertos para que fuese interpretada como una entrada del mar en la ciudad.

Desde entonces la plaza se convierte en el epicentro de la ciudad y es en ella en la que se llevan a cabo los grandes eventos que congregan a miles de personas. Allí los lisboetas esperan la llegada del año nuevo, es el punto de encuentro diario de muchísima gente y tienen lugar grandes manifestaciones populares (durante la visita del Papa Benedicto XVI se calcula que más de 300.000 personas se dieron cita en la plaza). En 1908 el rey Carlos y su hijo Luis Felipe fueron asesinados cuando la atravesaban.

Pero posiblemente el acontecimiento más relevante haya tenido lugar en la madrugada del 25 de abril de 1974. Suena Grândola, Vila Morena desde Radio Renasçenca. Es la señal escogida por los militares para comenzar un levantamiento que en el Terreiro do Paço se transforma en revolución popular. Las Fuerzas Amadas y la población se concentran en la Praça do Comércio para dirigirse hacia el Cuartel do Carmo y deponer a Marcelo Caetano, dando así comienzo la Revolución de los Claveles que acaba con el régimen salazarista.

En la plaza destaca el Arco de la Rua Augusta, en el que da comienzo la calle más importante de La Baixa. El Arco se levanta para celebrar la reconstrucción de la ciudad que se dio por finalizada en 1873. Vale la pena subir al mirador. Al primer piso se accede en ascensor y para llegar hasta arriba es necesario subir unas escaleras de caracol. Desde allí se contempla la majestuosa Lisboa pombalina y una impresionante vista de la Plaza del Comercio con esa gran puerta frontal abierta al Tajo. En el centro la estatua ecuestre de José I, rey portugués que patroneó la reconstrucción de la ciudad tras el terremoto.


En la esquina con la Rua de la Plata se encuentra uno de los restaurantes históricos. El Martinho da Arcada, abierto en 1782 es el más antiguo de la ciudad. En un primer momento se llamó Casa do Gelo o Casa da Neve porque en él se servía hielo y helados a la gente adinerada. Posteriormente llevó el nombre de Café Italiano y después el de Café do Comercio, hasta que en 1829 lo adquirió Martinho Bartolomeu Rodrigues y se pasó a denominar Martinho da Arcada (lo de Arcada se le puso para diferenciarlo de otro que el mismo propietario abrió en la plaza de Rossio). El local ha sido punto de encuentro de políticos, escritores e intelectuales. Fernando Pessoa fue uno de sus clientes más asiduos y también José Saramago lo frecuentaba durante sus visitas a la capital. 

lunes, 4 de enero de 2016

Amarelos


Da mesa onde está, por entre os intervalos das cortinas, vê passarem lá fora os carros eléctricos, ouve-os ranger nas curvas, o tilintar das campainhas soando liquidamente na atmosfera coada de chuva, como os sinos duma catedral submersa ou as cordas de um cravo ecoando infinitamente entre as paredes de um poço.
José Saramago - O ano da morte de Ricardo Reis

Uno de los vistosos rasgos de identidad que confiere personalidad propia y única a la capital portuguesa son los tranvías (los lisboetas les llaman carros elétricos), esos carricoches amarillos -os amarelos- que discurren traqueteando entre vías de un lado a otro de la ciudad desde la primera guerra mundial.

Esos paquidermos mecánicos son un icono de la capital  y sus movimientos han sido recogidos por sus más celebres escritores, desde Saramago hasta Pessoa. Con su diseño antiguo, su llamativo color y sus asientos de madera, se les ve constantemente salvando con acierto distancias y desniveles en esta Lisboa sinuosa.


En Lisboa circulan tres tipos de tranvías. Los clásicos amarillos y de madera, que circulan desde principios del siglo XX son los más atractivos. Hay otros muy funcionales y modernos, también amarillos, con aspecto de trenes. También se ven por las calles unos rojos que son exclusivamente turísticos y que no se utilizan como transporte público. En ellos se van dando explicaciones acerca de la ciudad y son bastante más caros. 

El 28 es el tranvía más emblemático y el más utilizado por todo el mundo. Funciona ininterrumpidamente desde 1914, dispone de una red de casi diez kilómetros y su recorrido por calles estrechas y empedradas permite conectar varios puntos de interés en la ciudad. La ruta del tranvía 28 pasa por barrios y callejas singulares con marcado sabor local, lo que lo convierte en un medio muy adecuado para recorrer la ciudad y tener una idea aproximada de la misma. El 28 sale de la Praça do Martim Moniz (al norte de Baixa) y en su primer tramo atraviesa los distritos de Graça y Alfama. En el camino pasa frente a la Catedral Sé. El tramo entre el mirador de Santa Luzia y el distrito de Baixa es el más concurrido. Desde Baixa, el 28 atraviesa el Chiado, el distrito de la vida nocturna de Barrio Alto y el imponente distrito de Estrela. La Basílica de Estrela es el último de los principales lugares de interés que hay a lo largo de la ruta.

El 28 es un alivio placentero para los visitantes en una ciudad que por razones bien evidentes se dice asentada sobre siete colinas. Cuando el tranvía llega a Alfama, las paredes de las calles parecen que se encogen y en algunos puntos da la sensación que el vagón va a rozar las fachadas de ambas aceras. Una parada interesante es la del Mirador das Portas do Sol.

Estos son los otros cuatro amarelos que circulan por Lisboa:

- El 12E hace un recorrido circular. Praça da Figueira - Praça da Figueira, por Moureria y Alfama.
- El 15E nos lleva desde Cais do Sodré hasta Belem.
- El 18E sale de Rua da Alfândega, Praça do Comercio, Cementerio de Ajuda y regresa.
- El 25E Campo de Ourique (Prazeres), Estrela, Lapa, Praça do Comercio, Alfama (Rua Alfândega).

Horarios:

Tranvía 12E. Lunes a viernes: 8:00-20:45. Sábados y domingos: 9:00-20:15.
Tranvía 15E: Lunes a sábados: 5:45-01:00. Domingos y festivos: 6:05-01:00.
Tranvía 18E: De 6:20-20:15 (sábados hasta 13:25). No funciona domingos y festivos ni en agosto.
Tranvía 25E: De 7:00-21:00. No funciona sábados, domingos ni festivos.
Tranvía 28E: Lunes a viernes: 5:40-21:15. Sábados: 5:45-22:30. Domingos y festivos: 6:45-22:30.

domingo, 3 de enero de 2016

¿Qué es Lisboa?


Siempre hay algo que define a una ciudad. Lo llamativo puede ser una plaza espectacular, un edificio importante, un monumento, un acontecimiento histórico, un puente, un río. El caso de Lisboa es un tanto especial. Al preguntarle a los que han ido si les ha gustado, todo el mundo suele estar de acuerdo en afirmar que es una ciudad curiosa, atractiva, una capital que es necesario conocer, pero poca gente coincide a la hora de concretar dónde radica su encanto.

Sin hacer mucho esfuerzo aflora entre los recuerdos el elevador de Santa Justa, ese original ascensor urbano que permite a los ciudadanos salvar en unos segundos el desnivel entre la Baixa y el Chiado, o la Catedral lisboeta del siglo XII, la Sé, o el espectacular puente sobre el Tajo llamado del 25 de abril, tan parecido al Golden Gate de San Francisco, o el emblemático castillo de San Jorge y sus maravillosas vistas de la ciudad desde la colina. O quizás nos vienen a la cabeza el Monasterio dos Jerónimos y la Torre de Belém, clasificados como Patrimonio de La Humanidad por la UNESCO, o tal vez impresionados por su enorme tamaño y significación nos acordemos de la grandiosa e histórica Praça do Comercio, sede habitual de grandes acontecimientos multitudinarios y protagonista en 1974 del levantamiento popular que acabó con el régimen salazarista en la madrugada del 25 de abril durante la Revolución de los Claveles.  Es verdad que son muchas las razones y los lugares que identifican a Lisboa pero para mí, particularmente, Lisboa es fado, es callejeo y es Pessoa.


Lisboa es fado. Marcharse de Lisboa sin haber oído un fado puede ser considerado como una falta imperdonable. No sé si es exagerado o no decir, como dicen algunos, que el fado es la banda sonora de Lisboa o las lágrimas musicales de Portugal. Seguramente es muy poético pero resulta algo cursi. Lo que es indiscutible es que el fado es melancólico, intenso y hermoso, exactamente lo mismo que Lisboa. Originariamente el fado nace como un lamento musicado que aflora desde la nostalgia de aquellos a los que la vida ha desgarrado. Son letras cantadas que emergen desde un mundo profundo al son de la guitarra, con la angustia del dolor que acompaña al alejamiento forzado de la tierra y de los seres queridos. El fado es un vacío sonoro del alma con las mismas connotaciones que para los gallegos tienen la morriña o la saudade.

Lisboa es callejeo. Una vez dentro de la ciudad, metido uno en sus entrañas, Lisboa puede parecer todavía un tanto destartalada porque lo está, algo de precariedad sigue trasluciendo en algunas de sus esquinas. Muchos edificios, además de ser antiguos se han hecho viejos y se podría pensar que los tranvías amarillos tienen bien ganada la jubilación. Los evidentes indicios de modernidad rabiosa no contrarrestan sino potencian ese incorregible aire lánguido que caracteriza a la ciudad. Uno se queda un tanto perplejo al comprobar en muchos comercios de la Baixa que el reloj se ha detenido hace tiempo marcando la hora de alguna década anterior. Esa es la Lisboa que subyuga, la que engancha, esa en la que su innegable aire melancólico y desvencijado se ha teñido de rabiosa actualidad, esa en la que los rasgos de ciudad pretenciosa y señorial que siempre tuvo afloran bajo el traje actual de un urbanismo restaurado.

Lisboa es Pessoa. Por suerte, muchos descubrimos Pessoa gracias a Lisboa. "La mañana del campo existe; la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir; la otra hace pensar. Y yo he de sentir siempre, como los grandes malditos, que más vale pensar que vivir". Es la reflexión urbana de un oscuro contable que trabaja en la Rua dos Douradores, en pleno corazón de la Baixa. El hombre, llamado Bernardo Soares, un gris empleado aprisionado en la rutina lisboeta, en cuyo pecho bombea el corazón de un poeta, es una creación de ese enorme pensador que es Fernando Pessoa para el Livro do Desassossego. Gracias a Lisboa descubrí al hombre de carne y hueso que había inventado al hombre del libro. Descubrí que habían tenido una vida muy parecida, descubrí que él también había sido un poeta encerrado en la piel de un oficinista de la Baixa lisboeta y desde entonces descubrí que me gustaba su compañía.

Es cierto que a Lisboa se pueden hacer muchas visitas y en función de ellas las sensaciones, y por tanto los recuerdos, son diferentes. Cada cual hace un viaje distinto a Lisboa y ese es el que recuerda y de ese es del que habla, porque ese es el que le pertenece. Cada uno es dueño del suyo. Ya lo dijo también el genial Pessoa: "La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos".   

viernes, 1 de enero de 2016

Otros encantos lisboetas

Vuelves a Lisboa otra vez. Y vuelves con ilusión renovada y un tanto intrigado. Sabes que hay algo que te choca, quieres averiguar cuáles son las razones que te llevan a reincidir. ¿Por qué vuelves? ¿Dónde está la clave de sus encantos? Lisboa no tiene Torre Eiffel, ni Puerta de Brandenburgo, ni Big Ben, ni Estatua de la Libertad, ni un gran monumento de los que hacen singulares a otras metrópolis. Y, sin embargo, es muy especial, siempre te deja impregnada en el ánimo la intención de volver. Lisboa engancha y no se sabe bien por qué. Encantos ocultos, embrujos escondidos, poderes invisibles la hacen especial.

Lisboa es melancolía, es añoranza, es fado, es Pessoa, pero en esa atracción ensoñadora que provoca también hay otros encantos menos espirituales que resucitan al plantearse un regreso. Por ahí se esconde una ilusión interesada en volver a degustar una buena cataplana, una carne de porco a la alentejana, un pescado sabroso o un jugoso lombo de bacalhau. Y uno quisiera volver a hacerlo en un marco tan especial como la Cervejaria da Trindade, en el Chiado, un local que hizo las veces de logia masónica y antiguo convento, con paredes adornadas en azulejo con las estaciones del año y motivos naturales representados por figuras femeninas. 

Y cómo no querer apreciar de nuevo el sabor de una ginjinha, ese licor de guindas tan lisboeta en el local minúsculo y popular de Largo de Sao Domingos, al lado de uno de los centros neurálgicos de la ciudad, la Praça Rossio, o dejarse embrujar con las caricias aromáticas de un café único en lugares tan insólitos como A Brasileira o el Martinho da Arcada en la Praça do Comércio, centros de reunión de intelectuales y escritores opositores a la dictadura salazarista y lugar de históricas tertulias literarias al estilo del Café Gijón o el Comercial de Madrid, el Majestic de Oporto o el café de Flore de París. 

En el Martinho da Arcada escribía Saramago cuando visitaba Lisboa y allí se conserva la mesa en la que acostumbraba a sentarse otro habitual del local, Fernando Pessoa. En las paredes del establecimiento fotografías del escritor portugués y de sus amigos, de sus escritos y sus artículos. Sobre la mesa de mármol algunos utensilios, una tacita de café, un azucarero, un vasito para el licor y unos libros de Pessoa. 

Volver a Lisboa, volver a Pessoa

Posiblemente el poeta portugués Fernando Pessoa sea uno de los más grandes de la literatura universal del siglo pasado. Todo el mundo mantiene la imagen de Pessoa pensador y caminante melancólico por las calles de la capital lusa. El poeta vivió la mayor parte de sus existencia en Lisboa y hay múltiples huellas en su obra que indican claramente que recorría sus calles incansablemente, que rastreaba sus más ocultos rincones y era un minucioso analista de sus bares y cafés, de sus oficinas, en los que encontraban múltiples claves sus escritos y refugio su meditación.

[...] Desde la terraza del café miro trémulamente hacia la vida. Poco veo de ella -el bullicio- en esta concentración suya en esta plazuela nítida y mía.

Muchos años después de su muerte, uno de los especialistas que investigan la obra, la personalidad y los muchos misterios que aún encierra el mundo de Fernando Pessoa, descubrió un escrito del genio lisboeta escrito en 1925 titulado "Lisboa, lo que el turista debe ver". Difícilmente se puede pensar en Pesooa escribiendo una guía turística. Desde muy joven quiso escribir un libro totalizador sobre su país, un libro que no llegó a materializar a pesar de haber tenido incluso título ("Todo sobre Portugal"), un proyecto que nunca vio la luz salvo en el apartado referido a Lisboa.  

Hoy Pessoa sigue estando por las calles de la vieja Lisboa, en medio de las fachadas desconchadas, sobre los adoquines de las aceras y entre las personas que deambulan sin rumbo fijo y que él tan detalladamente inspeccionó.

[...] Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha. Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida. 

[...] sigo a veces -sin envidia ni deseo- a las parejas ocasionales que la tarde junta y caminan del brazo hacia la conciencia inconsciente de la juventud. Disfruto de ellos como disfruto de una verdad, sin pensar si tiene o no que ver conmigo.