No es fácil precisar dónde radica el encanto de Lisboa, esa ciudad indescriptible con un aire particular que tiene en el fondo de sus esencias algo melancólico y decadente que atrae inevitablemente. Ni la catedral es deslumbrante, ni el impactante estilo manuelino de los Jerónimos o la Torre de Belém resulta totalmente embaucador, ni las evidentes reminiscencias de Eiffel que emanan del elevador de Santa Justa son motivo suficiente para justificar por sí una visita a la ciudad, ni tan siquiera la Plaza del Comercio, tan majestuosa, tiene un atractivo apabullante como para hacerla irresistible. Sin embargo hay que reconocer que la ciudad tiene algo mágico, aunque haya que hurgar en sus entrañas para encontrarlo.
El primer paso para lograrlo tiene que venir de nuestros propios pasos. En Lisboa hay que caminar, lanzarse a patear con ganas sus calles empinadas. No cabe duda alguna de que gran parte del atractivo oculto de la ciudad lo vamos a encontrar escondido en los rincones, buscando en las recoletas plazuelas minuciosamente adoquinadas o mirando entre los balcones oxidados. También puede estar atrapado en los viejos anaqueles de tiendas curiosas que no han perdido su autenticidad ni se han olvidado de sus orígenes con el cambio de generación, que siguen manteniendo férreamente todo su carácter tradicional ahora inmerso en un baño reluciente de modernidad, o en los locales jóvenes, atrevidos y alternativos, en los que puedes tomarte una mezcla de cerveza, tequila y limón mientras te rasuran la barba, o en los múltiples azules de los azulejos que habitan en las fachadas desconchadas, o en esa cultura independiente y rabiosa que se percibe tan alejada de las corrientes predominantes. Por ahí puede empezar a aflorar el embrujo incontestable de Lisboa.
Otra aportación importante a esa huella atractiva que deja Lisboa en el recuerdo de los que la visitan puede venir a través de los amarelos, esos llamativos tranvías trasnochados que lucen con orgullo su estampa clásica, serpenteando ruidosa e incansablemente desde hace más de cien años por el sinuoso trazado lisboeta. No cabe duda de que esas antiguallas sobre raíles le dan un toque peculiar a la capital, una nota única de nostalgia urbana, de contrastada belleza añeja que tan bien le queda a las calles de la ciudad. Por momentos las calles se encogen al paso del tranvía por el Barrio Alto y el vagón amarillo se arrima atrevido a las paredes de las casas con insinuantes intenciones de roce descarado. Es una auténtica delicia disfrutar sin prisa de la presencia dos carros elétricos culebreando por el Chiado o por la Alfama.